Había llegado hasta tal punto que ya conocía de memoria todos sus puntos débiles. Sabía que tenía cosquillas en las costillas, que le gustaba la sensación que le producía mis dedos en las palmas de sus manos, que perdía el norte cuando acariciaba con sigilo su infinita espalda y que le encantaba hacerme enfadar como una niña pequeña. Sabía que si ponía mi tan tierna y delicada sonrisa y esos ojos de cordero degollado podía conseguir todo lo que me proponía, que mis abrazos le ponínan la piel de gallina y que mis besos le quemaban la garganta. Sabía que se levantaba demasiado temprano pero que aun así, lo hacía bailando, que no era capaz de dar una voz más alta que la otra y que para él mis deseos eran órdenes. Sabía también que sus ojos, grandes y antojadizos, cambiaban de color en función de la posición del sol y que él ésto no terminaba de creérselo, a pesar de que yo lo tenía perfectamente comprobado. Sabía de sobra el sabor de su piel mojada, el tacto de su pelo rizado y el inconfundible olor sus abrazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario